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Glucksmann: el intelectual errante

Glucksmann: el intelectual errante

El filósofo André Glucksmann. JOSÉ AYMÁ
  • PEDRO G. CUARTANGO

Producto del siglo, fue marxista, antifascista, maoísta, estructuralista, pacifista y finalmente liberal. Recorrió todos los caminos para terminar en ninguna parte. Pocos filósofos como André Glucksmann ilustran mejor el espíritu errático de nuestro tiempo, en el que las certezas duran cinco minutos.

Glucksmann ha entrado ya en el panteón de los nuevos filósofos que tan de moda estaban en el París de los años 70, la década en la que Jean-Paul Sartre vendía Liberation en el Barrio Latino subido a un bidón y defendía a los obreros de la Renault contra el capitalismo mientras Glucksmann, Bernard-Henri Lévy, Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner, herederos de Mayo del 68, demostraban que el dandysmo no está reñido con las ideas.

Hijo de austriacos judíos refugiados en Francia antes de la II Guerra Mundial, se hizo ardiente partidario de la Revolución China hasta que se topó con Raymond Aron en las aulas de la Sorbona, donde se convierte en profesor auxiliar y comienza a interesarse por la guerra y los problemas geopolíticos.

Participó activamente en los acontecimientos de Mayo del 68, que marcan su ruptura con el marxismo y con la filosofía alemana, a la que culpa de ser el origen ideológico de los totalitarismos en el siglo XX. Fue Glucksmann quien probablemente llegó más lejos contra los maître penseurs y la herencia de Marx, Hegel y Nietzsche, en la que veía los gérmenes del pensamiento totalitario porque los nuevos filósofos detestaban la idea de sistema con la misma pasión que Walter Benjamin denunciaba la degeneración de la Razón Ilustrada.

El libro más influyente del intelectual francés, del que vendió centenares de miles de ejemplares en toda Europa, fue La cocinera y el devorador de hombres, publicado en 1975. Sabía de lo que hablaba puesto que su padre, sionista de la izquierda radical, había sido dirigente del Komintern. El texto es tanto una reflexión sobre el mal como una vibrante denuncia del totalitarismo soviético a partir de la famosa frase de Lenin que decía que se podía dejar gobernar a una cocinera si esta seguía los principios del comunismo.

La cocinera se convirtió en una máquina de picar carne humana en los gulags soviéticos, que llevaban a su extremo la racionalidad marxista y la ideología de los enemigos de clase. El libro dividió a los intelectuales franceses, buena parte de los cuales seguía alineándose con las tesis de Sartre que todavía intentaba construir una antropología marxista mientras paseaba -ya muy tocado por los años- por los Jardines de Luxemburgo, cogido del brazo de Simone de Beauvoir.

El autor de El ser y la nada y el pacifista que denunciaba la tragedia de los boat people vietnamitas habitaban entonces en dos mundos distintos, tal y como aparecen Platón y Aristóteles en el cuadro de Rafael. Sartre miraba para arriba y Glucksmann para abajo, sin desdeñar la vida mundana que encarnaba entonces la discoteca Le Palace, donde le imagino con Barthes, Warhol, Jean Paul Gaultier y Jerry Hall.

Glucksmann fue un filósofo mediático, vinculado al espectáculo cultural y siempre atento a los vaivenes de la política y del poder. Acabó apoyando a Sarkozy frente a Ségolène Royal, lo que no está nada mal en un intelectual que se sentía fascinado por el Libro Rojo de Mao en su juventud.

Yo creo que Glucksmann fue un periodista, un gran reportero, un observador agudo de la realidad y, sobre todo, un moralista, pero no un filósofo. Aunque también decía lo mismo Heidegger de Sartre y se equivocaba. En su favor, hay que subrayar que, como un moderno Don Quijote, batalló por mil causas que creía justas desde el Tíbet a Kosovo, pasando por su defensa del sindicato polaco Solidarnosc o por su alegato a favor de la intervención aliada contra Sadam.

Sus aciertos fueron tan clarividentes como absurdos sus errores, ya que llegó a escribir que Francia era, a comienzos de los 70 con Giscard en el poder, una dictadura fascista e insistió contra toda evidencia en que el régimen de Irak poseía armas de destrucción masiva.

No eludió ninguna polémica, discutió con tirios y troyanos y tomó posición cuando se le preguntaba. Fiel discípulo de Voltaire, siempre enarboló la causa de la tolerancia y tal vez sea ese el legado por el que le deberíamos recordar.

Forrás: http://www.elmundo.es/cultura/2015/11/11/56424a18ca474150548b4656.html

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